La impunidad en serio
Lo contrario de la legalidad no es la ilegalidad; lo contrario de la legalidad es la impunidad. Porque legalidad no significa que todas las personas obedezcan todas las leyes todo el tiempo. Significa que quienes cometen una infracción o un crimen se verán obligados a enfrentar consecuencias legales por ello. La ley puede tratar de tipificar, regular, disuadir, incentivar o sancionar el comportamiento de las personas, pero no puede prefigurarlo. Siempre, en cualquier país, se cometen ilegalidades. Y eso no significa que no haya legalidad. La cuestión es qué pasa después.
La legalidad es la capacidad de procesar institucionalmente, conforme a lo dispuesto en las propias leyes, esos actos ilegales. Es la capacidad de un sistema de justicia (entendido en su sentido más amplio) para hacer que rindan cuentas quienes los cometieron. La ausencia de esa capacidad es lo contrario de la legalidad; la ausencia de esa capacidad es la impunidad.
Desde luego, no es una capacidad absoluta sino una probabilidad. En cada país hay un porcentaje de actos ilegales que permanece impune. No hay sistema de justicia perfecto. Las causas son múltiples y complejas —no, no es nada más la corrupción. Sea como sea, hay niveles. No son iguales Nicaragua y Alemania. E incluso a escala subnacional hay contrastes significativos. No son iguales Chihuahua y Guerrero (una fuente imprescindible en esta materia son las investigaciones del Índice Global de Impunidad, coordinadas por Juan Antonio Le Clerq Ortega y Gerardo Rodríguez Sánchez Lara, en particular las publicadas en 2017 y 2018).
Y esas diferencias importan. Por ejemplo, por sus implicaciones en términos de criminalidad. Porque aunque impunidad e ilegalidad no sean lo mismo, guardan una estrecha relación. Entre mayor sea la probabilidad de que un acto ilegal permanezca impune, menor el costo de cometerlo. La impunidad incentiva la ilegalidad.
El diagnóstico que presentó hace un par de semanas Alejandro Gertz Manero, a propósito del estado que guarda la procuración de justicia en México, es perturbadoramente revelador en ese sentido. Porque registra tanto rezago, tanto desorden y negligencia, que nos obliga a repensar la impunidad no solo como el producto de una falta de capacidades institucionales sino, antes bien, como un asunto de captura política.
Porque la instancia encargada de la procuración de justicia, así lo reconoció el fiscal, ha operado más como un recurso al servicio del poder que como un instrumento para atender a la ciudadanía —y eso que su diagnóstico se circunscribe al estado de la justicia en el fuero federal, sin contemplar que (como recuerda este texto en el estupendo blog sobre política de seguridad que coordina Lillian Chapa Koloffon en Nexos) el 94.3% de las investigaciones iniciadas en el país en 2018 eran del fuero local. La impunidad, como lleva tiempo advirtiéndolo Ana Laura Magaloni, no ha sido una falla ni una desviación de nuestro sistema de justicia; ha sido su resultado inequívoco, lógico y deliberado.
No es un problema que se pueda resolver en poco tiempo, con programas sociales, una nueva ley, una reforma constitucional, una decisión presidencial o una sentencia de la Suprema Corte. Es, en el sentido más exigente del término, un problema histórico. Que refleja la forma que ha ido adquiriendo el sistema de justicia mexicano durante muchas décadas, si no es que siglos. Es un problema con respecto al cual la política de todos los días, los vaivenes de la opinión pública, las mayorías legislativas o el nombre del presidente en turno resultan más bien anecdóticos, epidérmicos. Gobiernos van y vienen, pero la impunidad permanece.
Resolverla no es, no puede ser, el proyecto de un año, una legislatura o un sexenio. Es el proyecto de, por lo menos, una generación. Concebirlo como algo más sencillo, que no requiere de semejante paciencia, compromiso y constancia, es una frivolidad. O un desatino. O, de plano, una patraña. Hay desafíos para los que no bastan la virtud ni la voluntad. Cuando le preguntaron al ex primer ministro británico Gordon Brown cómo se establece un estado de derecho, su respuesta fue “los primeros quinientos años son los más difíciles”.
No quisiera ser tan pesimista, pero algo hay de eso. Si es que, de veras, nos queremos tomar la impunidad en serio.